En los albores de la informática personal, los ordenadores comenzaron a aparecer en los escritorios de algunos puestos de trabajo. Las pantallas, inicialmente en blanco y negro, se llenaban de códigos y órdenes que llevaban a las primeras utilidades instaladas: procesadores de texto, hojas de cálculo y bases de datos, en su mayoría. Incluso en esos equipos tan espartanos, con muy pocos recursos, empezaron a aparecer algunos juegos sencillos, como el Pong, el Tetris, etc.
Luego aparecieron los sistemas operativos basados en ventanas y a todo color. Los juegos por defecto en el sistema se superaron: ajedrez, solitario, busca-minas, …
Por fin llegó Internet y las posibilidades de acceder a recursos de todo tipo se multiplicaron espectacularmente. Además del correo electrónico, había múltiples páginas en las que obtener informaciones valiosas para las diversas profesiones que se adentraban en este mundo. También se abría todo el espectro de la información: periódicos, radios, televisiones, vídeo, … Y más juegos. En mi cabeza no encajaba fácilmente la idea de unos equipos de trabajo que ponían a disposición del personal docenas de motivos para la distracción y el entretenimiento.
Años más tarde empezaron a aparecer los ordenadores portátiles. Un gran avance para la productividad, se decía. Recuerdo que por esa época estaba curioseando en una tienda de informática y una señora se interesó por los portátiles. —¿Lo quiere para trabajar o para casa? —preguntó el dependiente. Ella dijo que para casa. Estaban delante de una mesa llena de portátiles y le indicó a la mujer que pasara a la siguiente. —Estos son para trabajar, vamos a ver aquellos, que son para uso doméstico. Eran unos equipos de aspecto similar a los anteriores, pero significativamente más caros. El dependiente le explicaba a la señora que tenían mejor gráfica para jugar, para ver películas, para la diversión, una mayor polivalencia. Me sorprendió que costara más dinero un equipo doméstico que uno profesional, pero la señora parecía decidida a comprar el portátil caro.
La integración de los móviles en nuestras vidas empezó con unos aparatos bastante pesados y poco manejables que tenían la capacidad de hacer llamadas sin estar conectados a la red. Fue un gran avance para aquellas personas que trabajaban en movimiento. Poco a poco los móviles evolucionaron hasta convertirse en lo que se denominó teléfonos inteligentes. Eran terminales móviles con capacidades de ordenador de oficina: acceso a internet, posibilidad de leer textos, incluso escribirlos, manejar bases de datos y hojas de cálculo, etc. Eran móviles inteligentes y muy caros. Su precio se justificaba por sus prestaciones y porque, como herramienta de trabajo, su coste inicial se iba a amortizar gracias a su alta productividad. Sin embargo, pese a este argumento inicial, los teléfonos inteligentes empezaron a ser adquiridos por personas que no los necesitaban para trabajar, que no iban a compensar su alto coste con beneficios empresariales, que los iban a usar para hablar con la familia y las amistades, para jugar, para ver películas, para mirar cosas en Internet. A mí me parecía insensato gastar cientos de euros en un aparato que inicialmente se había diseñado para hacer llamadas y que paulatinamente perdió su objetivo inicial para convertirse en un todo en uno que difícilmente iba a ser aprovechado por una persona en su vida diaria no profesional. Podríamos incluir en este último apartado las tabletas.
En todos los casos que he comentado, ordenadores de escritorio, portátiles, móviles y tabletas, antes o después ha surgido la duda del acceso de menores a estos equipos. Una reflexión sensata sobre este asunto aconsejaba retrasar lo más posible el contacto de los menores con artefactos conectados, pero paralelamente se producían presiones que intentaban adelantar el momento. Las razones que sustentaban estas presiones eran variadas: supuestas exigencias académicas, necesidad de familiarizarse con equipos que iban a estar presentes en nuestras vidas, estar conectados, y la razón más utilizada por la juventud: todos lo tienen. Cuando se empezó a dar acceso a los menores, surgieron los problemas. ¿Cómo controlar la actividad de la infancia y la juventud en esos equipos conectados y garantizar la seguridad? Con los ordenadores de escritorio se podía forzar una supervisión basada en la ubicación de los equipos. Si el ordenador estaba en un lugar que compartía toda la familia, era relativamente sencillo supervisar a los distintos usuarios. El portátil complicó las cosas, porque se convirtió en un equipo personal. Ya no se compartía, y se prestaba a ser usado en la habitación individual. El móvil acabó con cualquier posibilidad de supervisión física. Surgieron como setas diversas opciones de limitación de acceso o control parental de actividad.
Pero en cualquier caso, yo sigo sin entender el rumbo que hemos tomado en estos asuntos. Hay algo de irracionalidad en las decisiones que tomamos con respecto a la tecnología. Esta irracionalidad solo puede explicarse por la eficacia de la publicidad. Por eso podemos pensar, por ejemplo, que es una buena idea aumentar la seguridad de nuestros hijos y nuestras hijas comprándoles cuanto antes un teléfono móvil que les da acceso inmediato a innumerables peligros de los que tenemos que protegerle.
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