Hace muchos años, cuando la transición democrática española parecía asentarse, el entonces presidente del gobierno, Felipe González afirmó que la democracia era el menos malo de los sistemas políticos. Respondía así a quienes criticaban el escaso contenido de la nueva democracia española, si se comparaba con las expectativas que se habían creado tras largos años de dictadura. El desencanto se adueñó de las personas más comprometidas con el cambio, porque comprobaron que determinados asuntos no podían ser afrontados desde la política y parecía que seguirían funcionando como lo habían hecho hasta entonces.
El poder económico, sobre todo, no cedió ni un ápice en su defensa de los privilegios de las clases pudientes. Es más, reforzó su influencia, incluyendo personas de su confianza en los órganos de decisión más importantes.
Desde entonces hemos asumido que el dinero condiciona la mayor parte de las decisiones políticas. Es difícil que prospere cualquier medida política que pueda vulnerar algún privilegio de las clases adineradas. La dinámica política se parece a un patio de recreo en el que niños y niñas juegan a la política bajo la supervisión de personas adultas que se aseguran de que el juego nunca llegue demasiado lejos.
A diario podemos comprobar cómo la mayor parte de los medios de comunicación toman partido contra determinadas medidas que consideran populistas, demagógicas, irresponsables… No suele haber matices. Todas las cabeceras, aparentemente independientes, escriben al unísono los argumentos que coinciden con quien tiene el poder económico.
Sin embargo, pese a esta evidente injerencia del dinero en las cuestiones políticas, nos gusta pensar que la democracia funciona, que los partidos políticos pueden llevar a cabo sus programas electorales y que hay asuntos que son sagrados: el voto, la soberanía del pueblo, la Constitución, la división de poderes, los derechos humanos, … La realidad cotidiana sigue alimentando el desencanto, pero en el fondo creemos que Felipe González tenía razón.
Hasta que hay elecciones en Estados Unidos y gana Donald Trump. Lo hace gracias a una campaña electoral en la que tuvo el apoyo incondicional de Elon Musk, uno de los hombres más ricos del mundo, que, no contento con hacerse millonario con los coches eléctricos, decidió comprar la red social más influyente del mundo: Twitter. La compró, la renombró, despidió a miles de trabajadores y la dejó vacía de cualquier tipo de moderación, lo que la convirtió en un semillero de desinformación y odio. A través de la manipulación grosera de los algoritmos, cualquier usuario de X recibía grandes cantidades de información no buscada, pero que contenía el relato que los promotores querían difundir. Con la proliferación de los bots consiguió que resultara imposible saber si quien escribía era un ser humano o una máquina alquilada por horas para generar mensajes coordinados y teledirigidos contra las víctimas, seleccionadas en virtud de una estrategia política determinada. Y lo ha usado como altavoz de sus proclamas pro Trump, con quien se ha alineado en todas sus propuestas, incluidas las más populistas o demagógicas.
Una vez instalado en el poder, Trump ya ha cesado a los funcionarios de justicia que lo acusaron y condenaron por varios delitos, delitos que no le han impedido tomar posesión de su cargo.
Y el mundo asiste perplejo a la oleada de decisiones que afectan a otros países y que dejan patente quién quiere mandar en el mundo, o al menos en la parte de mundo en la que le dejan mandar: Ha dicho que va a intervenir en Gaza con medidas que incluyen la deportación de los palestinos que viven o aspiran a vivir en la Franja, ha decidido por sí mismo la condiciones para un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania, ninguneando a Ucrania y a Europa, ha decidido cambiar el nombre del Golfo de México, …
También ha dado plenos poderes a Musk para que desmantele la administración pública estadounidense. La nueva política ya está aquí. Es mucho más transparente y ya no oculta que quien manda es el dinero. Vemos fotografías del despacho oval de la Casa Banca en las que dos hombres inmensamente ricos se creen, y probablemente lo sean, los dueños del mundo. Para ellos la salud de la democracia no es una de sus prioridades. Tienen otras.