Es un libro escrito por Joan García del Muro Solans, publicado por editorial Milenio en 2019 y que recibió el premio de ensayo Josep Vallverdú en 2017. Han pasado varios años, pero considero que la tesis que propone sirve perfectamente para nuestros días. El subtítulo de la obra reza “Una aproximación a la posverdad”. Para el autor, la posverdad surge del postmodernismo como una especie de vacuna contra el autoritarismo, contra las verdades absolutas, contra las verdades únicas, pero, paradójicamente, ha dado lugar a un concepto de verdad que se rige por nuestra propia conveniencia. Es verdad aquello que nos resulta aceptable, cómodo, asumible, que no mueve nuestras convicciones. Esta posibilidad, en manos de los poderosos, es un arma peligrosísima: si yo construyo mi verdad a medida de mis intereses y soy capaz de difundirla e imponerla porque dispongo de los medios adecuados para hacerlo, voy a conseguir una multitud conforme con mis postulados y dispuesta a aceptar lo que yo le proponga, incluso aunque ello suponga una merma de sus derechos y libertades. El libro es una reflexión muy documentada sobre el camino que ha nos ha llevado a la indiferencia ante la verdad, describe los rasgos más significativos de la posverdad y analiza cómo el triunfo de la posverdad está influyendo en las democracias El autor apunta varios factores que han contribuido al deterioro de la verdad: el desprestigio del pensamiento racional, el relativismo radical, el emotivismo y el pragmatismo. Destaca cómo ya Aristóteles afirmaba que era más fácil persuadir a una persona a través de la pasión que de la razón. Esta evidencia la aplican a su trabajo los jefes de campaña de los diferentes partidos políticos, que saben que los ciudadanos votan a quien les genera sentimientos positivos y no a quien ofrece un argumento razonado. En el libro podemos ver varios ejemplos de persuasiones políticas basadas en hechos falsos: Cuando el Gobierno USA buscaba la aprobación por parte del Congreso de la intervención en Irak, preparó una declaración de una supuesta enfermera de un hospital de Kuwait que aseguró que soldados iraquíes habían sacado a 312 bebés de sus incubadoras, provocando su muerte. Al día siguiente el Congreso autorizó la intervención militar. Un tiempo después un periodista descubrió que todo había sido un montaje orquestado por una agencia de comunicación que preparó la declaración de la mujer. En el contexto de ese mismo conflicto armado, también se hizo viral la imagen de un cormorán cubierto de petróleo. Se comprobó posteriormente que la imagen no había sido obtenida en el Golfo Pérsico, sino en otro lugar y varios años antes. En ambos casos se había logrado el efecto deseado antes de que se descubrieran las trampas. Estamos ante la obra de un filósofo. Aporta numerosos ejemplos que ilustran su tesis. El texto está trufado de referencias a diversos autores con los que establece una discusión, en ocasiones con argumentos encontrados, pero que arroja luz sobre la pérdida de entidad de la verdad como referencia de la realidad. Es posible que por momentos resulte un documento denso, pero creo que merece la pena intentar sumergirse en la reflexión que nos propone. Es esencial que tomemos conciencia de de un hecho evidente: si desaparece la verdad, las primeras víctimas serán la democracia y la libertad.
Memorias ahogadas
Hace unos meses tuve la suerte de asistir a la presentación de este libro. Ya había llamado mi atención cuando se anunció su publicación. Y me sorprendió la escasa audiencia que se acudió para conocer de primera mano las impresiones de los dos autores: Jairo Marcos y María Ángeles Fernández. Presentó el acto una representante de la lucha contra el embalse de Biscarrués, una de las pocas obras que la oposición de la población afectada ha logrado detener. Otros pantanos no se hicieron, pero las personas ya habían sido desplazadas y los territorios expropiados. Me pareció acertadísimo que los autores contextualizaran las historias que recogieron en lo que denominaron territorios de sacrificio. Porque el libro va de territorios de sacrificio, de aquellos lugares que alguien designó para ser anegados por las aguas y servir así a las necesidades de la población y a los intereses de las empresas implicadas en los proyectos. Las personas que habitaban en estos territorios tuvieron que emigrar forzosamente, dejando atrás su modo de vida, su historia y sus ancestros. Todo quedaría sepultado en el pantano. Los autores recorrieron España durante años recuperando toda la información que pudieron encontrar acerca de las personas que sufrieron los desalojos, motivados por la construcción de grandes pantanos, sobre todo en los años 60 del siglo pasado. El texto quiere recuperar la memoria de quienes lo perdieron todo y tuvieron que empezar de nuevo en lugares extraños. Los protagonistas narran en primer persona el desgarro que les produjo el abandono sus tierras y su modo de vida por una exigencia ajena, de la que nunca tuvieron ni conocimiento ni explicación. El libro también recoge la muerte. La muerte de personas que trabajaban en estas obras de ingeniería y que fallecieron en accidentes puntuales y en grandes accidentes, de los cuales no se tuvo noticia clara de la dimensión hasta muchos años después. Se habla de la tragedia de los Saltos de Torrejón, Cáceres, donde murieron oficialmente medio centenar de personas, aunque todo el mundo está de acuerdo en que el número de víctimas fue mayor. También queda constancia del drama del pueblo de Ribadelago, en Zamora. La presa de Vega de Tera, recién inaugurada, no soportó la presión del agua y se desmoronó. La noche del 9 de enero de 1959 fallecieron en Ribadelago 116 personas cuando el agua desbordada del pantano arrasó la localidad. Territorios de sacrificio, memorias ahogadas. Un libro muy recomendable que nos permite reflexionar sobre el sentido de esos sacrificios y los lugares a los que se les pide. En Aragón también se construyeron grandes pantanos, y se instalaron algunas industrias que acabaron convirtiendo su entorno en incontrolados vertederos tóxicos. Véase, sin ir más lejos, el caso de INQUINOSA, en Sabiñánigo, que todavía no se ha resuelto y afecta gravemente a la vida de las personas que viven aguas abajo del río Gállego, contaminado por los restos del Lindano que esa fábrica dejó como legado. Hay más casos, afortunadamente menos graves, pero que dejan un poso de sospecha sobre los daños colaterales que pueden generar las industrias que se instalan en nuestro territorio. Los representantes políticos presumen de atraer inversiones, pero pocas veces detallan los costes que habrá que soportar a cambio. Antes fueron los pantanos y las fábricas de pesticidas. Ahora podrían ser los centros de datos, aparentemente inofensivos, pero grandes devoradores de recursos energéticos e hídricos para su funcionamiento y refrigeración. En la web de la editorial Pepitas de Calabaza se puede ampliar información sobre el libro El programa Página 2 de RTVE emitió una entrevista con los autores.
El insulto
Ahora parece una fantasía, pero hace muchos años que, al igual que ocurrió con la tuberculosis y otras enfermedades teóricamente erradicadas, habíamos llegado a un consenso por el que el respeto debido entre personas exigía la eliminación de cualquier insulto, y, sobre todo, de aquellos que se sustentaban en características físicas o psicológicas. Incluso se trabajó denodadamente para eliminar del vocabulario médico determinadas expresiones que podían resultar ofensivas. Desaparecieron términos como subnormal, anormal, retrasado, … Sin embargo, algo ha fallado, porque en estos momentos se vuelven a escuchar con frecuencia voces airadas que lanzan al adversario palabras malsonantes y calificativos, basados la mayoría de las veces en resaltar lo que se considera un déficit de la persona atacada. Nadie está exento de caer en ese vicio. Nos resulta más sencillo referirnos a una persona por sus defectos percibidos o atribuidos que por sus virtudes. Así, no nos resulta extraño describir al ingeniero de caminos que tenemos enfrente como el gordo ese de la mesa de al lado, o descalificar al contrario con un subnormal, o similar, añadiendo expresiones del calibre de calvo de mierda, o cuatro ojos, viejo, o, más recientemente, puto boomer… En esas atribuciones basadas en el déficit incluimos aquellos asuntos que nuestros prejuicios consideran despectivos. Por ejemplo, la raza, la apariencia física o el sexo. Cuando en el siglo pasado estudiaba bachillerato, un amable compañero de clase me decía mal hecha cuando necesitaba insultarme. No le servía con cebarse con mi imagen corporal, sino que reforzaba el efecto de la ofensa con lo que él consideraba una humillación añadida: incorporar el elemento femenino en el insulto. Alguien ha decidido que se acabaron el respeto y la buena educación, el debate y la argumentación, y que volvemos a las cavernas, a la simplicidad de los altos contrastes. Y en buena medida han contribuido a este estado de cosas las prácticas cotidianas de nuestra clase política que, lejos de adecuarse a las formas que se esperarían de los máximos responsables de nuestras instituciones, entran en el fango del insulto con la seguridad de que no se les va a censurar. Al contrario, parecen estar convencidos de ganar adeptos con actitudes broncas y cercanas al discurso del odio.
La lógica del poder
Hace muchos años, cuando la transición democrática española parecía asentarse, el entonces presidente del gobierno, Felipe González afirmó que la democracia era el menos malo de los sistemas políticos. Respondía así a quienes criticaban el escaso contenido de la nueva democracia española, si se comparaba con las expectativas que se habían creado tras largos años de dictadura. El desencanto se adueñó de las personas más comprometidas con el cambio, porque comprobaron que determinados asuntos no podían ser afrontados desde la política y parecía que seguirían funcionando como lo habían hecho hasta entonces. El poder económico, sobre todo, no cedió ni un ápice en su defensa de los privilegios de las clases pudientes. Es más, reforzó su influencia, incluyendo personas de su confianza en los órganos de decisión más importantes. Desde entonces hemos asumido que el dinero condiciona la mayor parte de las decisiones políticas. Es difícil que prospere cualquier medida política que pueda vulnerar algún privilegio de las clases adineradas. La dinámica política se parece a un patio de recreo en el que niños y niñas juegan a la política bajo la supervisión de personas adultas que se aseguran de que el juego nunca llegue demasiado lejos. A diario podemos comprobar cómo la mayor parte de los medios de comunicación toman partido contra determinadas medidas que consideran populistas, demagógicas, irresponsables… No suele haber matices. Todas las cabeceras, aparentemente independientes, escriben al unísono los argumentos que coinciden con quien tiene el poder económico. Sin embargo, pese a esta evidente injerencia del dinero en las cuestiones políticas, nos gusta pensar que la democracia funciona, que los partidos políticos pueden llevar a cabo sus programas electorales y que hay asuntos que son sagrados: el voto, la soberanía del pueblo, la Constitución, la división de poderes, los derechos humanos, … La realidad cotidiana sigue alimentando el desencanto, pero en el fondo creemos que Felipe González tenía razón. Hasta que hay elecciones en Estados Unidos y gana Donald Trump. Lo hace gracias a una campaña electoral en la que tuvo el apoyo incondicional de Elon Musk, uno de los hombres más ricos del mundo, que, no contento con hacerse millonario con los coches eléctricos, decidió comprar la red social más influyente del mundo: Twitter. La compró, la renombró, despidió a miles de trabajadores y la dejó vacía de cualquier tipo de moderación, lo que la convirtió en un semillero de desinformación y odio. A través de la manipulación grosera de los algoritmos, cualquier usuario de X recibía grandes cantidades de información no buscada, pero que contenía el relato que los promotores querían difundir. Con la proliferación de los bots consiguió que resultara imposible saber si quien escribía era un ser humano o una máquina alquilada por horas para generar mensajes coordinados y teledirigidos contra las víctimas, seleccionadas en virtud de una estrategia política determinada. Y lo ha usado como altavoz de sus proclamas pro Trump, con quien se ha alineado en todas sus propuestas, incluidas las más populistas o demagógicas. Una vez instalado en el poder, Trump ya ha cesado a los funcionarios de justicia que lo acusaron y condenaron por varios delitos, delitos que no le han impedido tomar posesión de su cargo. Y el mundo asiste perplejo a la oleada de decisiones que afectan a otros países y que dejan patente quién quiere mandar en el mundo, o al menos en la parte de mundo en la que le dejan mandar: Ha dicho que va a intervenir en Gaza con medidas que incluyen la deportación de los palestinos que viven o aspiran a vivir en la Franja, ha decidido por sí mismo la condiciones para un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania, ninguneando a Ucrania y a Europa, ha decidido cambiar el nombre del Golfo de México, … También ha dado plenos poderes a Musk para que desmantele la administración pública estadounidense. La nueva política ya está aquí. Es mucho más transparente y ya no oculta que quien manda es el dinero. Vemos fotografías del despacho oval de la Casa Banca en las que dos hombres inmensamente ricos se creen, y probablemente lo sean, los dueños del mundo. Para ellos la salud de la democracia no es una de sus prioridades. Tienen otras.
¿Por qué tanta violencia?
Se percibe en el ambiente una creciente presencia de la violencia como forma de solución de los problemas cotidianos. Comienza a ser habitual justificar la respuesta agresiva a una provocación, e incluso se critica a quien adopta posturas dialogantes o alternativas. Hace años que se ha instalado en la mayoría de los ámbitos de nuestra vida una crispación que hay quien achaca a intereses políticos, y que se ha acrecentado con las múltiples crisis que hemos padecido: El desastre económico que se inició en 2008, la pandemia de 2020, guerras, volcanes en erupción, sequías, inundaciones, … Parece que vivimos tiempos extraordinarios en los que las tensiones se acumulan e impera la visceralidad. Si alguien roba, merece una buena paliza. A quien acosa en la escuela hay que darle un escarmiento. De inmediato, sin piedad, sin opción al diálogo, desde una postura clara de venganza y de responder con el tristemente famoso “ojo por ojo”. Está calando en el ambiente la idea de lo reconfortante que resulta ver que una agresión o un robo acaban con alguien que golpea al presunto delincuente. En algunas redes sociales se califica esta situación de “final feliz”. Cada vez hay más videos en los que ciudadanos o ciudadanas deciden tomarse la justicia por su mano y castigar al delincuente. Estos videos tienen gran aceptación, reciben felicitaciones, “me gusta” y son reenviados de manera indiscriminada. El concepto de defensa propia se estira hasta admitir respuestas desproporcionadas a situaciones que con toda seguridad pueden resolverse sin necesidad de recurrir a la violencia. Y, aunque este asunto puede abordarse desde muchas perspectivas y es cierto que resulta complejo, no es menos cierto que si la violencia es la mejor respuesta a una agresión, dejamos en la más absoluta indefensión a aquellas personas que, precisamente por su debilidad, han sido víctimas de abusos. Si no pueden defenderse, si no están en condiciones de responder con la fuerza a la agresión sufrida, si no tienen a mano a una persona fuerte y violenta lista para la venganza, ¿qué será de ellas?
¿Quién decide mi voto?
En cada instante de nuestras vidas se producen acontecimientos que ponen en jaque nuestras convicciones, tanto las que creíamos que eran profundas como aquellas que gestionamos a medida que la experiencia, la conveniencia y los resultados nos aconsejan. Muchas de nuestras decisiones se basan en el impacto que nos generan las noticias del día, las conversaciones con las personas cercanas, los resultados de una prueba médica, la reacción de un vecino ante una llamada de atención por nuestra parte, … Lo inmediato condiciona nuestro comportamiento. Y lo hace de tal manera que no es posible desligar la decisión de un voto, la elección de un traje, la compra de un coche o la elaboración de un plan de vacaciones, de una conversación de última hora con un amigo, la lectura de un diario digital o la observación de un fenómeno imprevisto en la calle. Estos días hemos conocido que la justicia rumana ha anulado los resultados de las elecciones celebradas en aquel país. Se ha demostrado la injerencia de diversas instancias extranjeras a través de varias redes sociales, principalmente Tik tok. Es algo que se ha denunciado en numerosas ocasiones y en diferentes procesos electorales en diversos lugares del mundo. Cada vez que hay elecciones en Estados Unidos se encienden las alarmas por el posible uso fraudulento de las redes sociales y de los datos que se recopilan a través de las redes sociales. En el caso rumano, llamaba la atención que el candidato ganador en la primera vuelta no estaba respaldado por ningún partido político, ni había realizado una campaña electoral al uso. La mencionada red social había difundido de manera machacona una serie de informaciones que se iban haciendo virales de manera artificial y habían conseguido influir de manera decisiva en la opinión de las personas llamadas a votar. Incluso se sospecha que compró sistemas de promoción para obtener ventaja en la difusión de sus ideas y recomendaciones en la red. En el origen de este asunto encontraremos razones de estrategia geopolítica, pero, por encima de estas razones, me interesa incidir en la importancia de las motivaciones inmediatas para tomar decisiones, y cómo determinados estímulos, dirigidos a las personas adecuadas, pueden hacer que su intención se incline en un sentido o en otro. El mero hecho de votar se está convirtiendo en un acto impulsivo, movido por las vísceras, vísceras que a su vez han sido manipuladas convenientemente a través de diversos instrumentos, cada vez más sibilinos y sofisticados. Es necesario preguntarse si esa tendencia no tiene vuelta atrás y si hemos de asumir que ya se terminó el tiempo del análisis de los programas electorales, la comparación de las medidas propuestas y la defensa de unos ideales a la hora de decidir el voto. Incluso parece perder todo su sentido esa denominada jornada de reflexión que nuestro sistema electoral mantiene, y que no parece ser necesaria. Llegará un momento en el que será suficiente con enviar un impulso eléctrico en el momento adecuado para conseguir el voto teledirigido de cualquier persona que se acceda a ello. Y esto, que en sí mismo es aterrador, se convierte algo inasumible cuando nos damos cuenta de que ni siquiera es necesario que las personas se presten voluntariamente a estos experimentos, sino que, en determinadas circunstancias, la población no es consciente de que sus centros de decisión han sido invadidos por tecnologías que manipulan su acceso a la información.